Aquel alarido se funde en el vacío de una niñez
impropia, en el tormento del holocausto y el timbre de no querer volver aquel
nefasto día.
No puedes exigir caricias ni besos mientras el
magullo de tus actos se vuelquen una y otra vez a tu despreciable camaradería,
ensordecedora de todo sentimiento banal que profesas pues tus aciagos momentos
destruyeron la creencia de un ser protector en mí…
No hay impresiones que
aviven etapas, no hay tibia alborada que conlleve a recordarte, no hay nada que
me aliente a amarte pues tú, ser imperfecto destructor de la paz, devastaste el
castillo de naipes que aún existía – débil, muy débil estructura que se mantenía
en pie por si algún día retornaras – para tu orgullo propio o satisfacer los
deseos infrahumanos a una estoica arpía que alojas en tu morada deslustra. Oh
clarividente amanecer me traes una estocada a mi necedad pues degollaron la palidez de la certeza y la bañaron de alelamientos rígidos, que sandez cometieron los inocentes en su recorrido al mundo, que desdicha aplacaron su dilección pero que premisa transita por su sesera que lo obstaculiza advenir el ominoso hogaño.
Puesto que el dictamen es inexorable atente al
fruto de tu labranza, oye bien que el musitar del partir no tiene retorno y tu
despertar es calamitoso pues en sí te veras sólo y desdeñado con aflicciones
que te harán recordar tu pretérito anterior.